FLORES PARA LOU ANDREAS SALOMÉ POR MARCO MARTOS
Es miércoles en Viena.
Dos sillas vacías
atormentan al conferencista,
quien advierte las ausencias
de Lou Andreas Salomé,
bienamada contertulia,
y de Víctor Tausk, enfurruñado discípulo.
El disertante conoce
los meandros de la vida,
se ha visto a sí mismo
mejor que en un espejo
a través de un severo autoanálisis,
sabe que los sentimientos
son oscuros y complejos
y que ningún tiempo es suficiente
para conocerlos y estudiarlos.
Y aunque la ciencia que practica
le ha permitido colocarse
por encima de los pequeños asuntos,
queda confundido
con los celos que lo invaden,
los más espantosos
que puedan imaginarse.
Odia al impostor
y a Lou Andreas Salomé,
cuyas historias de amor
bien conoce, la quiere
borrar de la memoria.
Otra es su secreta voluntad.
El día jueves el doctor Sigmund Freud
le envía flores rojas
a Lou Andreas Salomé
y un claro mensaje de amor.
(De deseo sexual según sus teorías).
Está desesperado.
Y lo advierte mientras se acicala la barba.
Nacida en 1861 en San Petersburgo, Lou era hija de un militar alemán, Gustav von Salomé, al servicio de los Romanov, y única mujer entre los seis hermanos y, por tanto, el “ojito derecho” de su padre. Su acomodada familia la permitió codearse con las altas esferas de la sociedad zarista y la proporcionó una educación más allá de lo habitual. Su conocimiento del alemán y del francés, además del ruso, facilitaron su relación con la cultura europea, especialmente su pasión por las lecturas de filosofía y teología.
Cuando era una adolescente fue puesta bajo la tutela del predicador alemán Hendrik Guillot que quedó fascinado de sus conocimientos y de su extraña belleza. Con él aprendió filosofía, teología y religión, pero sobre todo el poder que podía ejercer sobre los hombres. El reverendo llegó a planear su divorcio de su esposa para poder escapar y casarse con la…
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